(Por Leo Baldo) Hay obras que no necesitan marketing para demostrar su importancia. La nueva Guardia del Hospital Unzué pertenece a ese reducido grupo de decisiones que definen, con claridad quirúrgica, hacia dónde orienta un gobierno sus prioridades reales. Pocas acciones estatales revelan tanto como intervenir en el corazón del sistema de salud. Porque ahí —en la urgencia, en la noche, en el límite— es donde se miden la eficacia, la sensibilidad y la planificación de cualquier gestión.
Ramiro Egüen decidió comenzar por la Guardia. No por casualidad. En salud, lo urgente es también estructural. Lo sabía Ramón Carrillo cuando escribió que “los problemas de la medicina como rama del Estado no pueden resolverse si no se resuelven los problemas sociales”. Hoy la política sanitaria vuelve a citarlo, aunque sea sin nombrarlo: prevención, diagnóstico temprano, infraestructura digna y accesibilidad. El viejo sanitarismo vuelve por sus fueros.
La obra se concibe como un módulo autónomo, capaz de funcionar sin interferir con la guardia actual, pero pensado para integrarse plenamente al hospital una vez terminado. Sentido común aplicado al diseño sanitario: construir lo nuevo sin paralizar lo que está en marcha. Y a la vez, planificar para que la puesta en funcionamiento libere espacios internos y permita seguir ampliando o reorganizando otros servicios. La salud como sistema, no como suma de parches.
La estructura proyectada expresa esa visión. Tres consultorios —dos generales y uno pediátrico—, triage para ordenar la demanda, un área de admisión que no condene al paciente a deambular, salas de espera organizadas, circulación pública y técnica diferenciadas, cuatro puestos de observación (uno pediátrico), shock room con dos posiciones, office de enfermería, espacios de apoyo, acceso exclusivo para pacientes trasladados, lavado médico, sanitarios, y conexión directa con los servicios internos del hospital.
A ello se sumará la reorganización del edificio actual, que concentrará ecografía, mamografía, densitometría, rayos y áreas de espera. Un paso más en la lógica que Carrillo defendía: el diagnóstico temprano como principio rector de la salud pública.
Pero hay algo más, menos visible y más decisivo. La transformación del Unzué involucra a todos los actores del sistema sanitario local: los médicos que afrontan la demanda, los enfermeros que sostienen la atención y los obreros que construyen la infraestructura que hará posible todo lo demás. La salud no se produce en un único nivel. Se fabrica en simultáneo: en el consultorio, en la guardia y en la obra. Sin ellos, no hay sistema. Hay azar.
El proyecto no se agota en la guardia. Forma parte de una apuesta más amplia: terapia intensiva, sala oncológica, reorganización de áreas diagnósticas. Un giro hacia un modelo sanitario integral que reconoce que la calidad del servicio no es solo un asunto de profesionales, sino del entorno físico donde trabajan. Médicos y enfermeros —siempre en minúscula porque no se trata de títulos sino de vocaciones— necesitan espacio, equipamiento y condiciones laborales dignas.
Las obras de salud tienen un rasgo incómodo para la política tradicional: no producen impacto inmediato, no se traducen en un corte de cinta ruidoso ni en una foto luminosa. Su éxito se mide de otro modo: en un diagnóstico precoz, en una crisis evitada, en un traslado que llega a tiempo. Es un tipo de éxito que la política muchas veces no sabe contar, pero la sociedad reconoce sin necesidad de propaganda.
Porque, al final, siempre, la salud importa. Importa porque sigue siendo pública, gratuita y de acceso universal. Importa porque es el único terreno donde el Estado revela su verdadera razón de existir: garantizar que la vida no dependa del azar, del bolsillo o de la distancia.
La nueva Guardia del Unzué es exactamente eso: una decisión que no busca aplausos rápidos, sino un futuro un poco más ordenado, más seguro y más justo para todos.
Foto: Ariel “timmy” Torres
