El espejo roto: cuando el celular de papá pesa más que el de los hijos

Por la redacción de 25 se informa (basado en un reportaje original de La Nación)

“Mi papá come con el teléfono”. La frase no es solo una queja adolescente; es un diagnóstico. En un reciente y revelador reportaje publicado por La Nación, diez adolescentes abrieron sus mundos privados para contar cómo viven la era de la hiperconectividad. Sin embargo, lo que surgió no fue solo una confesión sobre sus propios hábitos, sino un espejo incómodo para el mundo adulto: la hipocresía de quienes prohíben lo que ellos mismos no pueden dejar de hacer.

El refugio y la plaza

Para el adolescente de hoy, el smartphone no es una herramienta de trabajo ni un accesorio; es el lugar donde sucede la vida. El reportaje describe cómo las redes sociales se han convertido en la nueva plaza pública. No estar ahí es, en términos sociales, dejar de existir.

Pero aquí surge el primer matiz de ensayo: la paradoja de la conexión. Los jóvenes entrevistados demuestran una autoconciencia que los adultos solemos negarles. Saben que el algoritmo los atrapa, sienten el cansancio de la “vidriera” constante y, en muchos casos, son ellos los que eligen el “ayuno digital” borrando aplicaciones para recuperar el aire. Mientras tanto, el adulto —muchas veces escudado en la excusa de la “productividad” o el trabajo— permanece atado al dispositivo de forma inconsciente.

La autoridad en crisis

El texto citado nos invita a reflexionar sobre la crisis de autoridad. ¿Con qué cara un padre le exige a un hijo que “levante la vista de la pantalla” si el propio padre interrumpe el contacto visual para chequear un grupo de WhatsApp?

El reportaje de La Nación es tajante: el control parental y las prohibiciones rígidas están fracasando. No porque los chicos sean rebeldes, sino porque perciben la falta de coherencia. La tecnología ha hackeado el vínculo primario. Ya no es solo el hijo quien se aísla; es el padre quien, estando presente físicamente en la mesa, está ausente emocionalmente, perdido en el “scroll” infinito.

Hacia una nueva presencia

Este análisis no busca demonizar las pantallas, sino rescatar el encuentro. Los adolescentes no piden menos tecnología, piden más mirada. Piden que el pacto de convivencia no sea un conjunto de reglas impuestas desde un pedestal, sino un compromiso compartido de “estar” realmente cuando se está.

En definitiva, la lección que nos deja este cruce de voces es que la educación digital no empieza por configurar el teléfono del hijo, sino por cuestionar el lugar que el adulto le ha dado al suyo. La próxima vez que en una mesa de nuestra ciudad un chico diga “mi papá come con el teléfono”, quizás sea el momento de entender que el problema no es el dispositivo, sino el vacío que deja el silencio de quien, teniéndonos enfrente, prefiere estar en otro lado.

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