Aquel regalo a la parrilla

Relato breve. Literatura veinticinqueña

(Por Rogelio Irigoin)

El pueblo moría a las diez de la noche. La descuidada logística marcaba que a esa hora se llevaría a cabo el plan, que ya antes había dado resultado. El viento norte, paralelo a las vías de trenes que ya no pasan, ayudaría a que el tornero de bigotes finitos no escuchara sonar a alguna alarma viva. En modo sigilo casi ninja, y sintiéndose miembros del sindicato del Hampa, entraron en acción. Un movimiento brusco, y ningún viento los ayudaría. Iba todo según lo planeado, hasta que, en la huida Zen, el más alto no tuvo mayor esfuerzo en saltar la medianera botín en bolsa, pero para el más bajito, no fue tan sencillo como otras veces. El medio ladrillo que hacía de escalón para el escape, dudosamente ya no estaba. Impulsándose con el dedo gordo de su pie derecho donde pudo y voleando su pierna izquierda como abrazando la no muy alta pared, miró por última vez el lugar del ilícito iluminado por la tímida luz de una farola maltratada por el tiempo, vio algo que le provocó unas inesperadas sístoles desbocadas, como quien ve una gárgola en un relámpago en una noche oscura. Se guarecieron. Casi por festejar el triunfo y con el botín hipnotizado en bolsa, el más bajito, expuso lo visto. El más alto casi fibrila. El sabor del éxito se transformó en comité de crisis. El caos trajo reproches. Los reproches trajeron ira. Uno de ellos trajo paz. Sentados con los codos en sus rodillas, y acordando que flagrancia mata relato, llegaron a una conclusión. Tenían dos opciones. Un arrepentimiento forzado, o el calabozo. Optaron por la primera, devolver con hombría lo robado. A la mañana siguiente, ya con el pueblo resucitado, emprendieron el largo camino de dos medias cuadras unidas por una esquina, con lo sustraído fuera de la bolsa, para no demostrar maltrato. Al doblar hacia la derecha por la calle casi principal, perpendicular a las vías y a la estación de trenes que ya no pasan, el más alto y el más bajito no soportaban la situación y querían volver por sobre sus pasos. Una fortaleza líder los disuadió de que era lo correcto, mencionándoles, que no eran muy acogedoras las habitaciones del destacamento., Siguieron caminando hacia lo del damnificado, el tornero de bigotes finitos, que tenía una cicatriz en su pómulo izquierdo, producto de un tenedor y su narcolepsia, que intensificaba su fama de cascarrabias.

Excomulgados del sindicato y sosteniendo un tercio del botín cada uno, golpearon tímidamente la puerta. Sus pupilas dilatadísimas de bondad, no evitaban el cadalso. El tornero, que ya los había visto por la ventana y entendía la situación, abrió bruscamente la puerta. El más alto, con medio cráneo baldío, quedó inmóvil. El más bajito, sintió un hackeo de esfínter. Inclinaron sus cabezas de tal forma, que la guillotina haga un corte limpio. Dando el primer golpe y frenando al verdugo, el de mediana estatura habló. Ante tales palabras, el de bigotes finitos, los hizo pasar por la puerta del costado que da al fondo, a devolver lo que le pertenecía. Por encima de un alambrado con chapa abajo por los zorros, devolvieron dos tercios. El otro se los dio de regalo por la actitud. Ya saliendo y al ver que los tres miraban la cámara de seguridad, el tornero les dice; -¡Me la trajo mi hijo de la ciudad, el fin de semana que viene la conecta!

Cuando los despidió, les regaló un librito, creyendo que los iba a aleccionar para el resto de sus vidas. En el regreso no mediaron palabras. Sus cerebros no podían explicar esas sensaciones ya sin remedio. Con medio sol en el oeste, por detrás de la estación de trenes que ya no pasan, prendieron el fuego para cocinar el regalo a la parrilla, en el patio de la abuela del más alto, a unos metros de una pared ya escalada.
Arrepentidos de haberse arrepentido, miraban el fuego, aún sin entender. ¡Los
lechones de Don Ramirez ya están en peso! Pensaron.
Como una devolución de gentileza de la vida, el viento norte trajo tormenta. El regalo
se terminó de cocinar en el horno.
Entre platos con huesos y un librito que nunca leerían, frotaban sus panzas por llenura
y no por gloria, mientras que por la ventana y en silencio, miraban el vendaval.
Los años pasaron. El más alto y el más bajito se fueron del pueblo. El de mediana estatura, cada tanto se juntaba con sus amiguitos de cuatrerismo. y les contaba la anécdota del librito del Príncipe y la rosa.
Ya sin medio sol en el oeste, por detrás de la estación de trenes, que nunca más pasarán.

Compartir

Dejar un Comentario