30 de Febrero

Alejandro Tevez es un pseudónimo o heterónimo que elige un escritor veinticnqueño para compartirnos este delicioso cuento breve

En defensa de nuestro pueblo, por Alejandro Tevez

30 de Febrero es un pueblo hermoso. Sí, nuestro pueblo, cualquier alma noble lo sabe, es muy hermoso. Sin importar lo que digan las ciudades vecinas. Es el resquemor lo que los hace agraviarnos, celosos de que el lugar que señala y embellece (o debería embellecer) el centro de sus pueblos, esté ocupado por una triste plaza, que apenas puede aspirar a la belleza de un jardín bien cuidado. Se retuercen de bronca al ver que en 30 de Febrero, nuestro sacro fundador, en lugar de la plaza principal, frente a la santa municipalidad y la diligente iglesia, colocó el cementerio.

Majestuosos mausoleos, marmóreos nichos de varios pisos, cruces bronceadas y cementicias, albergan un silencio de paz que se derrama fuera y se mantiene por las calles circundantes. Esas calles donde florecen todos los negocios importantes: casas velatorias y florerías, la fábrica de féretros y ventas de placas; y conforme se alejan del cementerio, surgen los negocios menos elementales.

Qué podrán saber los pobres injuriadores, acerca de nuestro sereno andar durante la semana por el centro, haciendo trámites, o mandados las señoras, con el hermoso cementerio a la vista, recordándonos lo frágil de nuestra existencia, nuestro destino último y haciendo así más llevaderas las tareas cotidianas. Jamás podrán albergar en sus corazones resecos el placer de los domingos, cuando todos los buenos vecinos salimos a pasear y nos adentramos en nuestra querida necrópolis, cruzándonos con respetuosos saludos, estrechadas de manos, charlas amenas, ante las plácidas miradas de ángeles estatuarios, de amigos y familiares que nos contemplan desde fotos gastadas por la intemperie. Los niños pasean de las manos de sus padres, practicando sus primeras lecturas sobre las placas; niños en su mayoría bautizados con nombres inspirados en ese lugar, es así que entre nuestros pequeños abundan los Anselmos y Heribertos, las Elciras y Azucenas. Niños que son tentados por el puesto de golosinas, infaliblemente instalado los domingos en el cementerio, y padres que ceden con garrapiñadas o copos de nieve, aunque deben apurarse a comer estos últimos, antes que lo deshaga la llovizna.

Porque llueve siempre en 30 de febrero. Una llovizna fina y pegajosa a la que estamos por demás acostumbrados y que sólo desaparece algunos días, no así las nubes, eternas acompañantes, que con una oscuridad variable, siempre están presentes. Los días en que la lluvia se ausenta podría decirse que son nuestros días soleados.

Dicen los viejos que hubo un gigantesco, redondo sol presenciando nuestra fundación, pero duró sólo ese día, desde entonces las nubes y chaparrones forman parte del pueblo, de nosotros. “Hubo sol en el primer día, y lo habrá en el último”, una frase que anda suelta por ahí, que los místicos y los ignorantes recogen, estimo que sin siquiera saber su significado. Aquí la gente es reservada, proclive al silencio y al llanto que puede presentarse en cualquier momento, especialmente los domingos, cuando se pasea por el cementerio y se topa con un entierro. Ahí todos nos unimos a la ceremonia, y acompañamos con mudos llantos solemnes, emocionados por el vecino que pasa ocupar un lugar en el centro del pueblo. Sin dudas por eso, al morir, una sonrisa de paz se forma rígida en el rostro de nuestros difuntos y lo acompaña firme durante las horas en que es velado, en su paso por la Iglesia y en el tramo final (sólo un cruce de calle en nuestro caso), en su ingreso al

cementerio. Todos llegamos sonriendo a ocupar nuestro lugar definitivo. En esto también nos atacan los injuriosos, dicen que nuestros muertos sonríen porque al fin se libran de la lluvia y logran sentir el sol, pero es otra vejación más de los resentidos, gobernados por su recalcitrante envidia.

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