Por Leo Baldo
Cuando Javier Milei asumió la presidencia, en muchos pueblos del interior se encendió una chispa de esperanza. Después de años de bronca y cansancio, muchos productores creyeron que por fin alguien los veía, que esta vez el discurso de “libertad” iba a traducirse en aire fresco para trabajar sin tantas trabas. Pero el tiempo pasó, y lo que quedó no fue alivio, sino una sensación conocida: la de estar otra vez solos.
En el campo, la realidad se impone con crudeza. Las promesas de campaña se fueron desdibujando, las retenciones siguen intactas, los costos suben, los caminos se rompen y las ayudas se achican. Los organismos que antes daban una mano, por pequeña que fuera, hoy están vacíos o cerrados. “Menos Estado” suena bien en los discursos, pero cuando hay que enfrentar una sequía o una plaga sin respaldo, esa libertad se vuelve un peso difícil de cargar.
El productor no pide milagros, pide condiciones para trabajar, para invertir, para sostener su familia. Pero parece que desde Buenos Aires nadie escucha. Se habla del campo como si fuera una abstracción, una foto de propaganda, pero detrás de cada hectárea sembrada hay una historia real: familias que se levantan antes que el sol, que se endeudan, que apuestan a pesar de todo, que ponen el cuerpo y el alma en una actividad que ya casi no deja dormir tranquilo.
Milei convirtió la palabra “libertad” en bandera, pero en los pueblos rurales esa bandera hoy flamea deshilachada. Porque la libertad, sin acompañamiento ni reglas claras, no es libertad: es desamparo.
El campo no busca que lo aplaudan, ni que lo usen de ejemplo. Solo quiere que lo miren de frente, que lo respeten, que entiendan que sin políticas que sostengan al que produce, no hay futuro posible.
La desilusión duele más cuando viene después de la ilusión. Por eso, en los caminos polvorientos del interior, muchos sienten que se volvió a creer, una vez más… y que otra vez las promesas quedaron perdidas en el viento.