Gordo

Relato breve. Por Leo Baldo

He comido mucho durante toda mi vida y lo sigo haciendo. Durante mucho tiempo fui gordo. Cuando comencé a serlo, me lo decían y enseguida me enojaba, y capaz me iba a las manos. Después no me quedó otra que aceptar las gastadas de una sociedad que se desconoce y de reírme de mi mismo.

Llegó a gustarme que me dijeran “puflo”, “bola”, “gomón”, “beluga” y demás cosas. Si, era todo eso y te llevaba a la hipérbole. Gordo, pelo largo, sin pelos, cachetes rosados, tetón. Una especie de jabalí depilado o de Bonadeo bonaerense (me cabía el gordo) que, al momento de entretener a mis compañeros, escondía cartucheras en mi panza.

También he comido hasta reventar. Unos de los records, con 15 años, 13 empanadas caseras, fritas, de carne de vaca, hechas por mi abuela y cuatro milas a la napolitana, también caseras. Otro: volviendo de Córdoba, en La Carlota, era el único de mi familia que, cuando se pesaba la comida en la caja, metía casi cerca de kilo y medio. Los demás conocían solamente la medida gramo. He festejado al enterarme que se iba a comer buseca o puchero de chancho, o asado, o parrillada, o arroz con pollo o mariscos. Mi vieja me llevaba a la nutricionista porque crecía para los costados y yo me escapaba a la casa de pepe (mi amigo) a comer chorizo o bondiola a las dos de la tarde. O capaz que cenaba asado los sábados y me iba a lo de cacho y me clavaba de postre una mila completa con salsa casera. Y me identificaba con Chris Farley o con Belushi.
Con el tiempo, algunos alimentos (muchos) se extinguen en medio de la cotidianeidad más apresurada y optamos por otros que son maravillosos. Una ensalada, legumbres, milanesas al horno, tartas, arroz, limón, banana, lavanda, semillas, cebolla, ajo, etc. Pero, en definitiva, sé lo que es ser gordo y disfrutar dionisíacamente de la comida hasta escuchar cómo se sube de peso. Los domingos, de entrada, pastas, y después se veía si se morfaba pollo o carne al horno con papas (crecí en una familia en la que el “primo piato” era infaltable). Ayer por la tarde regresé a mi gordura. La vi cuando mi vieja puso la fuente con tallarines y salsa sobre la mesa. Fermín, el sobrino de dos años, miró la fuente, sonrió y festejó.

Me alegré. Le hice la segunda y lo acompañé. En relidad, todos los que estábamos en la mesa. Y , si, morfamos.

Me pregunto si será que las familias necesitan de un gordo que engorde carcajadas. No sé. En cuanto a vos, fermincho o “chicho”, como ya te dice tu hermano mayor, disfrutá y hacé deporte. 
Epílogo, familia reunida.
Aclaración: quien lea esto como una apología al exceso desconoce la belleza de la cocina, del comer y del aprendizaje que ella demanda para con nuestros cuerpos

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