(Por Yon Donson)
El padre Alberto era uno más en el pueblo.
Su comportamiento era digno de vistas gordas, merecidas por la contención espiritual
y humana que ofrecía a su rebaño.
Cierta mañana recibió una notificación de traslado y tuvo sentimientos encontrados.
No dijo nada a nadie.
Llegó el domingo de despedida.
En la Sacristía, y ya por salir a la misa, lo embargó una gran emoción.
Emoción que le duró poco.
Al subir al altar, vio en el primer banco, cruzados de piernas y brazos, a algunos
acreedores del póker de los jueves, que no se sabe cómo, se habían enterado de su
religiosa huida.
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