(Por Leo Baldo)
Un 8 de noviembre de 1962 se fundó La Mañana.
Un 8 de noviembre, pero de 1836, se fundó 25 de Mayo.
Dos nacimientos que, quizás por destino o por sentido, quedaron entrelazados para siempre.
189 años de historias contadas, soñadas, olvidadas, grabadas, impresas o digitalizadas.
El diario ya no circula en papel. La tinta y el olor de la impresión, símbolos de aquella galaxia de Gutenberg, se desvanecieron en el aire del siglo XXI. Sin embargo, la historia sigue —y sigue siendo contada— en otras superficies, con otras velocidades, desde pantallas que brillan más de lo que iluminan. Remi y Andrés, lo saben.
Será casualidad, me pregunto seguido, que el diario que tanto habló sobre nuestro pueblo haya nacido el mismo día que nació el pueblo mismo. Tal vez lo sabían Rocha, Borda y Maldonado, presentes aún en el recuerdo de cada uno de nosotros.
Porque, al final, algo solo existe cuando se cuenta.
Si no se nombra, no existe. Y eso lo supieron bien los periodistas que, desde la palabra hablada hasta la nota firmada, sostuvieron con oficio el relato de quiénes somos. Somos veinticinqueños, pero no hay una sola definición de “veinticinqueño”. Hay muchas, infinitas, tantas como voces que habitan este suelo.
La Mañana fue, durante décadas, ese espejo que nos devolvía una imagen posible. Y también fue el espacio de discusión, de disenso, de interpretación. Como todo periodismo verdadero, asumía el riesgo de no ser entendido, de ser discutido, pero jamás de ocultarse. El periodismo es eso: poner la cara. Y en ese gesto está el pueblo.
Hoy, en cambio, asistimos a una época donde la palabra se acelera y se diluye.
Las redes nos dieron una multiplicación de voces, pero también una pérdida de códigos.
Mientras más información circula, más nos cuesta leer.
Mientras más se dice, menos se asume.
Y en esa anomia digital, el anonimato se volvió moneda corriente, un modo cómodo de hablar sin hacerse cargo.
¿Eso también es contar el pueblo?
No lo creo.
Contar el pueblo es firmar, es salir a buscar historias, es tener una voz reconocible, como la tuvo Aníbal Borda detrás de “El Vigía”, ese periodista que salía en bicicleta a narrar lo que veía. Ese periodismo —el que no se esconde— es el que sostiene el alma de una comunidad.
Los nuevos formatos, las pantallas, los portales, las redes… son solo herramientas.
Pero el oficio —la responsabilidad de contar con nombre y apellido, con mirada y con ética— no puede perderse. Porque cuando se pierde, se pierde también parte del pueblo.
Por eso, en este doble aniversario —el de 25 de Mayo y el del diario que ya no se imprime—, quiero creer que la historia sigue viva, solo que cambió de soporte. Ya no hay plomo ni papel, pero hay voces, hay miradas, hay personas que siguen contando.
Y eso importa. Porque mientras haya alguien que cuente con verdad y con coraje, el pueblo sigue existiendo.
Salud por los 189 años, por la palabra que persiste, y por todos los que siguen poniendo la cara.
El anonimato no es parte del pueblo.
