Corazón del sur

Un viaje literario a nuestro mágico Agustín Mosconi. El relato forma parte de la antología “Narrarnos 25”

Por Sebastián Damiano

Antes de que se fundara el pueblo, en 1936, el boliche de campo ya existía. Cuenta la historia que Fillol junto a su mujer lo compraron en un remate en el año 1971. Es en ese momento cuando este hombre -ferroviario de oficio- decide trasladarse junto a su esposa y sus pequeños hijos, Claudia y Sergio, al nuevo lugar. Al año siguiente nacería Andrea.

El boliche era la cita obligada para la diversión de los lugareños y ocasionales visitantes. Hasta tenía cancha de bochas. Con el tiempo, el comercio creció y hasta justificó la edificación de un local contiguo.

El matrimonio estuvo al frente del comercio hasta el año 1998. Desde ese entonces y, hasta la actualidad, Andrea es quien lleva las riendas de los destinos del local comercial.

La llegada de la mujer al boliche

Algo cambia desde ese momento: el lugar, que históricamente era un ambiente sólo para hombres, comienza de a poco a ser frecuentado por mujeres, algo que no era habitual en esos tiempos.

El presente del Bar transcurre con la organización de asados, guitarreadas y si no hay guitarras, se pone música y también se baila.

La propietaria comenta que le “gusta mucho” lo que hace, que le pone “mucho amor”, que le “encanta ver cuando se llena de gente”, pero que “todo demanda un gran esfuerzo, que hay que trabajar mucho para llevar adelante la actividad”. Que “gracias a Dios”, tiene una “hermosa familia” que la “apoya en todo”. Incluso los mismos clientes siempre están dispuestos a dar una mano cuando hace falta.

Su esposo trabaja en el campo, se levanta muy temprano y más de una vez la encuentra ya con el boliche abierto. Comenta muy orgullosa utilizando un término que ya resulta familiar: ¡La Bodega hoy es una gran familia!

Una tradición muy arraigada del lugar es la bienvenida del año nuevo en la calle: se trata de una fiesta a la concurren muchos vecinos de la localidad, de la ciudad cabecera y también de la zona. Se prepara un gran asado y luego, música y diversión hasta que el primer día del año ve asomar el sol en el sur veinticinqueño.

Semblanza de un visitante

Todo está preparado para el truco. Los cuatro sentados alrededor de la mesa. La cajita con los porotos para contar los tantos, está lista. Sale la primera vuelta, se reparten las barajas. Y comienzan las muecas a uno y otro lado de la mesa para informarse qué tocó en suerte. A ver cómo viene la mano, quién se encarga de hacer la “primera”.

Hay gente en todas las mesas, entre vasos, cervezas y cigarrillos. La noche del sábado en el Bar Fillol de la localidad sureña de Agustín Mosconi no es una noche más.

Es especial, porque el lugar es especial. Una sentencia queda como suspendida en el aire: la de aquel hombre pegado a una mesa cerca del mostrador, que descansa sus huesos viejos en una silla, levanta la vista y comenta con el convencimiento que otorgan los años: “¡Esto es una gran familia!”

Con el correr de los minutos, esa frase comienza a cobrar fuerza y a tomar mayor sentido. Porque basta con mirar un rato a los parroquianos, ver cómo interactúan para entender que hay toda una costumbre en ese lugar. De estar juntos, de acompañarse en “La Bodega” -como también llaman ese espacio- mediante eso de compartir un juego de mesa, una bebida o un cigarro.

El día que Lucero entró al bar

Raúl alguna vez jugó una apuesta con un amigo:

-¿A que yo entro con el Lucero al bar y me tomo un Gancia arriba del caballo?

Y así fue, cuenta la historia que el hombre ingresó mansamente al local montado sobre el animal, y ante la mirada atónita de los presentes, pidió la bebida y cuando terminó de consumirla, se retiró del lugar muy tranquilo.

Se viene otra mano del partido de truco en La Bodega. Se frotan esas palmas grandotas, surcadas y curtidas por el tiempo, toman los naipes y se empieza a palpitar a ver si hay olor a “jardinera”.

Me quedo parado cerca de la mesa. Los observo en silencio.

Presiento una armonía que ellos parecen conservar muy bien.

Se miran profundamente. De manera pícara cuando se hacen las señas del truco. Se ríen con carcajadas sonoras. Hablan fuerte. Miran a los desconocidos que caen del pueblo, abren la puerta y se mandan adentro del local. Ellos siguen en lo suyo, pero cada tanto, esa mirada que sugiere “de algún lado te tengo” incita al saludo. Parece que invitaran a descifrar un código simple de convivencia momentánea: disfrutar el momento.

¿Asado escupido? No, explotado

El bar Fillol, a la entrada, para el lado de la izquierda, tiene una parrilla. Cuentan que hace mucho tiempo, mientras humeaba un asadito al resplandor de las brasas, un par de muchachos picarones se pusieron de acuerdo y sin mediar palabras, decidieron ir por atrás del local y no tuvieron mejor idea que subir sigilosamente al techo y soltar pirotecnia por la chimenea. Bajaron y, con mucho disimulo, volvieron entrar a al bar, simplemente esperaron. Al ratito, la hecatombe… el corazón en la boca. Se escucharon varias explosiones. El parrillero que solía custodiar la carne sentado cerca del fuego, huyó despavorido. Como si hubiese reventado un terrible volcán, las cenizas se habían desparramado por todo el local. Al mejor estilo viejo Vizcacha, la travesura había arruinado el asado, lo novedoso es que no había sido escupido, sino literalmente explotado.

Me acomodo en una de las sillas y trato de grabar en las retinas cada instante que transcurre.

El bar tiene un ambiente de aquellos que guardan reminiscencias de tiempos de antaño y que, desde la sencillez, se desea conservar como inalterable. A la vez, la tecnología con el WIFI invisible que da vida a los teléfonos ocasionales, convive con las imágenes añejadas de los cuadros colgados en la pared. El mostrador. Sus sillas y mesas, con la gente y sus historias de vida en ese querido terruño.

El “Beto” Beraza. Personaje entrador, de esos que llegan al lugar y sin buscarlo pelan chapa con su impronta.

Te cuenta que las ondas de las radios no llegan, que no se escuchan, y de lo espectacular del invento del MP3; que lo acompaña con música en sus labores y le permite disfrutar tanto de la voz del Chacarero Cantor, como volarse la cabeza con “Comfortably numb” de los Pink Floyd.

Lo escucho y casi que lo imagino con los auriculares puestos. Todo en medio de esa privilegiada soledad de silencio que ofrecen los espacios distantes, que los de la ciudad envidiamos muchas veces, para desenchufarnos de la persecutoria rutina.

Cumpleaños en lo de Vilanova

Otra vez la misma atmósfera, la de la comunión de una gran familia, ahora reunida para celebrar.

Una buena parte permanecía bajo techo, dentro del taller, sentados en largas mesas. Una de las paredes iluminadas, con un gran tablero de herramientas; la otra cargada de trastos viejos, arrumbados, como testimonios del paso del tiempo.

Otro grupo estaba a la intemperie, reunido alrededor de las extensas parrillas que fueron improvisadas en el suelo. La noche está fresca. Don Tomás, 87 años, sentado cerca del fuego, comenta que había comido bárbaro y que hace muchos años asiste a estas reuniones del pueblo. Que son cuatrocientos y pico habitantes los que tiene Mosconi. Que son más mujeres que varones. Que el lugar se mantiene tranquilo. Cuando se le pregunta cómo imagina al pueblo en el futuro, dice convencido que Mosconi no produce porque está rodeado de estancias. Que antes había muchos chacareros, como treinta. Que después se complicó la economía del país, muchos no pudieron conservar sus terrenos y que, cuando entró Onganía, se terminó todo.

Recuerda la inundación del año setenta y cinco. También la del ochenta y tres:

-Era una sola mar la localidad. Después hicieron un canal desde Carlos Casares y ya no se inundó más- comenta

Cuando tropieza el corazón

Lorenzo yace parado al lado de una mesa, afuera, a metros de Don Tomás. A sus espaldas, las parrillas que todavía entibian el aire de la noche en lo de Vilanova. Lleva Boina, bien plantado el hombre, comienza a hablar de su Mosconi adoptivo. De sus sueños, de sus anhelos, de sus ideas, del grupo CREA, de la política y sus decisiones, de las instituciones, de las cosas de la vida que marcan para siempre y modifican los tiempos. Que cambian la mirada de la existencia de un plumazo. Como cuando al músculo corazón se le da por tropezar en su marcha diaria, asusta y amenaza con querer detenerse. Entonces, las prioridades cambian. Entonces… desaparecen las urgencias y lo único que queda es lo verdaderamente importante.

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