(Texto escrito por Cecilia Stella)
Que dura era la aldea, a las mujeres se les estaba prohibido comer carne de aves, no fuera que las alas se le subiesen al pensamiento.
Tampoco se les permitía mirar el cielo, allí había pájaros libres volando a su antojo.
Una de aquellas mujeres, una mañana de otoño, saludó a su marido, a sus amigos y acarició con ternura a su perro de caza.
Su marido y amigos se iban de caza.
Por la tarde, mientras arreglaba su ropa, llegaron los hombres, su marido le dió una presa para cocinar.
Sentados en la mesa dispuestos para comer, el marido observó con extrañeza la carne oscura del ave, se dijo a si mismo que mal cazador era; apartó el plato y se fue a ver televisión.
Ella engulló la presa, clavó sus dientes en la carne, chupó hasta el tuétano y bebió el vino rosado que había puesto en la mesa para acompañar la comida.
Pasaron unos cuantos días de aquel banquete que ella por alguna razón había olvidado.
Una nueva inquietud empezó a brotarle, interrumpía sus quehaceres, sus pestañas vibraban, sus ojos miraban el cielo, su cuello se movía con finura; las mujeres de la aldea la miraban con extrañeza. Una de ellas empezó a erguir la cabeza y a mirar el cielo, a los pocos días todas miraban el cielo las aves de carne oscura.
El viento batía sus cabellos, sus chalinas y sus polleras, todas comenzaron a volar.
*El dibujo es autoría de la escritora.